Lluís Pla Vargas: Ética Postliberal,
Etnocentrismo Razonable y Democracias No Inclusivas
1. Introducción
Puede
argumentarse que el hecho de que las democracias liberales occidentales no hayan sido ni sean en general lo suficientemente
inclusivas es lo que permite desvelar en ellas una cierto componente de violencia. Sus más recientes justificaciones filosóficas,
entre las que destaca la de Richard Rorty, contribuyen a fomentar esta argumentación en la medida que se declaran, con todas
las cautelas ciertamente, etnocéntricas. Nos parece que el hecho de que sea factible cuestionar esta justificación –a
la que denominamos, en la línea de otros autores, ética postliberal- abre la posibilidad de una perspectiva crítica de la
propia democracia liberal actual, no sólo sobre la base de razonamientos filosóficos, sino también con el concurso de consideraciones
históricas. Iniciamos esta exposición con la propuesta de que ética postliberal y barbarie no tienen por qué ser consideradas
antitéticas, sino que, por el contrario, pueden resultar coincidentes en algún sentido específico (sección segunda). A continuación,
y con el objetivo de mostrar de qué sentido se trata, se abordan algunos textos de Rorty con la consecuencia final de que,
al exhibir una vinculación más clara con el corpus del liberalismo clásico de lo que ellos mismos pretenden sugerir, pueden
ser criticados por el tratamiento que hacen del pluralismo en un sentido análogo al de las críticas ya recibidas por el liberalismo
clásico (sección tercera). Esta conclusión queda corroborada cuando se cotejan las tesis de Rorty con las críticas de Bikhu
Parekh al monismo moral del liberalismo (sección cuarta). El abrazo del etnocentrismo, característico de la ética liberal
y de la postliberal, constituye una determinación ideológica de las políticas de no inclusión llevadas a cabo por las democracias
liberales occidentales en contradicción directa con los valores que declaran defender, y ello resulta particularmente visible
en el caso de las relaciones de éstas con el Islam (sección quinta). Por último, en nuestras conclusiones, ponemos de manifiesto
que el encaje contextualista al que la ética postliberal quiere someter a la democracia liberal no resulta suficiente para
una defensa adecuada de la misma sobre todo si, además, tenemos en cuenta la praxis histórica real de Occidente en ámbitos
no occidentales (sección sexta).
2. Ética postliberal o barbarie
El
epígrafe que encabeza esta primera sección no pretende ser meramente provocativo. Desea trazar inicialmente un paralelismo
con la proclama ilustrada que nos conmina a escoger entre civilización o barbarie para acabar mostrando en último término
que no estaría completamente fuera de lugar afirmar que, respecto a las justificaciones posibles de la organización democrática
liberal de la convivencia, ‘ética postliberal’ pueda ser un modo de decir ‘barbarie’ o, lo que vendría
a ser lo mismo, para acabar mostrando que la disyunción entre una y otra puede no denotar contraposición sino equivalencia.
Podría decirse que el tránsito de un sentido al otro es similar a la metamorfosis que Adorno y Horkheimer constataron en el
concepto de ilustración: aunque por sí es opuesto al mito, su propia dialéctica le conduce inevitablemente a recaer en éste
y convertirse en su análogo moderno: “La Ilustración es el temor mítico hecho radical” [1]. La enérgica crítica
de Adorno y Horkheimer, como es suficientemente conocido, consistió en la tesis de que la civilización occidental había generado
la barbarie del asesinato masivo administrado y que tal catástrofe no podía ser comprendida al margen de la propia dinámica
de la racionalidad, la cual estaba implícita en el núcleo de aquélla. Sobre la base de esta sugerencia según la cual la irracionalidad
puede tener su semillero en la racionalidad, no sólo su límite, desarrollaremos que pueda hablarse en un cierto sentido de
identidad más que de oposición entre ética postliberal y barbarie.
El
motivo último de este planteamiento se encuentra en una cierta perplejidad: la aparente imposibilidad de cuestionar hoy en
día el consensus gentium acerca de la democracia liberal. En otras palabras, nos parecía absolutamente absurdo que
la pregunta ‘¿Por qué es una locura cuestionar hoy la democracia liberal?’ tuviese que revelarse en apariencia
como enteramente retórica. La dificultad de la exposición consiste en argumentar por qué no lo es y, en esa medida, mostrar
que el sinsentido se reduce en todo caso a no admitir la posibilidad de que la democracia liberal pueda ser un sinsentido
cuando es contemplada desde un punto de vista histórico e intercultural. Para lograr vislumbrar esta posibilidad, consideramos
necesario discutir el nuevo intento de defender a la democracia liberal sobre la base de un sujeto descentrado e históricamente
determinado tal como aparece en la obra de Richard Rorty. Si puede mostrarse que esta pretensión permite, encubre o disculpa
prácticas bárbaras, entonces podrá albergar sentido el hacerla equivalente con la barbarie misma.
Entenderemos en general por ‘postliberalismo’
una posición filosófica, empeñada en la defensa del orden democrático liberal contemporáneo, “que rechaza toda aventura
legitimadora de carácter universalista” [2]. Entenderemos por ‘ética postliberal’ [3] la defensa, bajo la
forma de una narración histórica etnocéntrica, de un tipo de sujeto particularmente afín a las instituciones, valores y prácticas
de la democracia liberal actual. Supondremos que el término ‘barbarie’ implica en todo momento una interpretación
moral, cultural e históricamente determinada, elaborada por un grupo humano acerca de las prácticas, los valores o las instituciones
de otro u otros grupos humanos, y no una descripción supuestamente objetiva de lo que estos últimos llevan a cabo o juzgan
conveniente. En este sentido, la barbarie, por cuanto que es indiscernible de la voluntad de los que la detectan, siempre
está en la mirada de los que interpretan, nunca en aquellos que son interpretados. Naturalmente, son escasos los pensadores
que han juzgado como bárbaras prácticas e instituciones de su propia cultura y época. No es extraño, pues, que los autores
liberales crean mayoritariamente que la comunidad democrática liberal es la única forma posible actualmente de convivencia
ordenada entre los individuos. Cuando suponemos que a la ética postliberal es posible identificarla con cierta forma de barbarie,
lo hacemos sobre la base de que no admite ni pretende admitir un individuo (ni una comunidad de individuos) alternativo porque
interpreta de forma unívoca y acrítica el devenir histórico y porque su esquema de inclusión de la pluralidad continúa alimentando
la esperanza de una convergencia de todas las culturas hacia el tipo de orden y los valores de las comunidades liberales contemporáneas.
El argumento para este punto será desarrollado posteriormente, pero, mientras tanto, puede aducirse otra razón adicional para
esta identificación que está más vinculada a consideraciones históricas que a reflexiones de orden conceptual: la ética postliberal
no parece oponerse explícitamente a proyectos políticos que pretenden recuperar en la actualidad patrones ideológicos preliberales,
es decir, no parece luchar por asegurar el único terreno ideológico del que puede brotar con éxito su discurso renovador.
En este sentido, la ética postliberal se presenta como un proyecto intelectual particularmente extraño dentro de las democracias
liberales (y, en particular, en los Estados Unidos) que asisten a un florecimiento neoconservador, puesto ya de relieve en
los años ochenta, y que, desde los atentados terroristas en Washington y Nueva York en 2001, se ha acentuado extraordinariamente
para acabar dominando la praxis de la política interior y exterior de las mismas de la mano de la economía neoliberal. El
neoconservadurismo en los Estados Unidos, por ejemplo, propone “una vuelta a los clásicos, a la lectura de los ‘grandes
libros’ de la tradición de Occidente como escuelas de excelencia moral” y su traducción en el terreno político
aboga por “la eliminación de las políticas de ‘discriminación positiva’ de las minorías, el cierre del grifo
de las subvenciones a la cultura ‘corruptora’ de los jóvenes, la defensa institucional de los valores religiosos,
la implantación de una interpretación restrictiva de la libertad de expresión reconocida por la Primera Enmienda y el recorte
del Estado del bienestar y de los derechos de la mujer” [4]. Aunque la ética postliberal puede ser contemplada como
una alternativa original frente a este enroque conservador, nos tememos que sus armas –una apuesta historicista de perfil
bajo, la pretensión formal de incluir al multiculturalismo sin abandonar su etnocentrismo, la reivindicación de un individuo
descentrado, el fomento de la frivolidad sobre la tradición filosófica más respetable o su afán por no deslindarse claramente
de la literatura- sean no sólo insuficientes, sino incluso francamente inapropiadas, ante esta derivación regresiva que surge
con energías renovadas del mismo pozo del que emerge el postliberalismo, esto es, de las limitaciones del discurso liberal
clásico. Parece evidente que, sobre la base del etnocentrismo, del cual la ética postliberal no desea renegar bajo ningún
concepto, el neoconservadurismo termina rebasándola por la derecha, mientras que, al mismo tiempo, sobre un escenario en el
que se libra una guerra global contra el terrorismo internacional, se consolida como una posición intelectual privilegiada
en el centro del debate público. Podría decirse que la ética postliberal tiende a la barbarie en la medida que se mantiene
ajena a este contexto no oponiéndole una respuesta efectiva (del mismo modo, pongamos por caso, que eran bárbaros los músicos
del Titanic cuando seguían tocando piezas animosas mientras el buque se hundía sin remedio entre gritos de desesperación)
y en la medida que no abandona de una vez por todas la esperanza liberal de representar la forma moralmente superior de organización
de la convivencia.
Existe
una arraigada tendencia en los seres humanos a interpretar que los estilos de vida no coincidentes con los propios no representan
formas alternativas de organizar la existencia sino, por el contrario, formas desorganizadas de existencia. Probablemente,
las razones que justifican, tanto en el ámbito personal como colectivo, la existencia de esta concepción han de ser halladas
en un examen de los procesos de socialización que todos los seres humanos recorremos. Los procesos de identificación emocional
de la socialización primaria imprimen un patrón de comprensión de los acontecimientos ordinarios y un modelo de enfrentamiento
y asimilación de los extraordinarios. Lo fijado en esta etapa sólo puede ser removido a causa de un vuelco en la comprensión
del mundo debido a una crisis económica, social o personal. En las prósperas sociedades occidentales, tales crisis no acontecen
con excesiva frecuencia y, por tanto, son grandes las posibilidades de una estabilidad más o menos permanente en la Weltanschauung
de la mayoría de los individuos. En buena parte, esto es una explicación acerca de por qué todos somos en mayor o menor medida
inevitablemente etnocéntricos. Pero, por si quedase alguna duda, la otra parte de la explicación se encontraría en la imposibilidad,
que el pensamiento antropológico contemporáneo ha puesto de manifiesto, de apelar a ningún conjunto de rasgos comunes compartido
por toda la humanidad en contraste con el cual fuese viable decidir qué práctica o forma de vida resulta más humana y, en
este sentido, mejor o preferible. Ahora bien, si el etnocentrismo está solapado en nuestra manera de ver el mundo, entonces
la atribución de barbarie (o de irracionalidad) a aquellas que no son nuestras formas de vida se convierte en una tentación
persistente.
Para
evitar este espinoso problema, los autores liberales clásicos debieron comprender muy pronto que el único modo de construir
una convivencia pacífica entre individuos que mantenían opiniones acusadamente contrarias pasaba por dispersar el poder y
evitar sus coágulos en grupos concretos. Por consiguiente, al mismo tiempo que luchaban contra la opresión política, argumentando
que era intolerable que todo el poder estuviera concentrado en las mismas manos, estos autores se enfrentaron precozmente
con una experiencia de la pluralidad en las concepciones religiosas del mundo y, para manejarla sin menoscabo de ninguna de
ellas en particular, tuvieron que desarrollar un esquema para su tratamiento. Este esquema descansaba sobre el ideal de tolerancia.
Sin embargo, como argumenta John Gray, el ideal de tolerancia, que resultó ser un progreso crucial y pudo resultar aplicable
en el siglo XVII, ya no puede responder a los retos actuales de un mundo globalizado: “La tolerancia liberal presuponía
un consenso cultural en materia de valores, aunque permitía la diversidad de creencias. Esa tolerancia no constituye una directriz
adecuada para la coexistencia pacífica en sociedades en que una profunda diversidad moral ha pasado a ser un hecho establecido
de la vida” [5]. No obstante, para Gray, tampoco son adecuados para el manejo de esta profunda diversidad moral contemporánea
los criterios posteriores elaborados por los teóricos liberales contemporáneos; en parte por ignorancia histórica, en parte
por una implícita creencia en la superioridad moral del liberalismo, estos autores, según Gray, no son capaces de asumir la
idea de que el liberalismo –y tal sería, a su parecer, el legado del clásico ideal de la tolerancia liberal- es un simple
modo de vida entre otros: “El heredero natural de la tolerancia liberal no es la neutralidad o la adhesión perfeccionista
a la forma de vida liberal, sino, más bien, un proyecto de modus vivendi humano entre diferentes modelos de vida,
el que se puede promover bajo un régimen liberal como también bajo otro que no lo sea” [6]. Por consiguiente, diríamos,
la barbarie está en el ojo del liberal que no sólo se niega a considerar que la democracia liberal meramente es un modo de
vida entre otros muchos en los que es posible alcanzar una vida plena, sino que cree, por el contrario, que es el mejor de
todos los posibles en la actualidad. Sostenemos que la ética postliberal, a pesar de creerse a salvo de los reproches dirigidos
contra el liberalismo ilustrado por basarse en una concepción abstracta y ahistórica del individuo, reproduce buena parte
de esta actitud al ceñirse al contexto espaciotemporal del presente en su defensa de la democracia liberal.
3. Una lectura de Rorty
El
primer estímulo que generó nuestra propuesta provino de la lectura de algunos textos de un defensor sui generis de
la democracia liberal. En más de un aspecto, “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, de Richard Rorty,
a pesar de haber sido escrito en 1984, parece un texto post-Fukuyama. Como es sabido, en 1989, un funcionario del departamento
de estado de los Estados Unidos, Francis Fukuyama, gracias a una sustanciosa dotación económica a cargo de varias instituciones
de inequívoco talante conservador, se vio en la necesidad de proclamar la victoria mundial de la democracia liberal ante los
acontecimientos de la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, mientras que Rorty, por su parte, premonitoriamente,
subrayó cinco años antes en el artículo mencionado que la democracia liberal ni siquiera requiere una justificación filosófica
de su existencia. Más aún: la línea general de su argumentación, inspirada en la postura adoptada por Thomas Jefferson, que
justifica la separación de la política liberal de todas las cuestiones filosóficas últimas, consiste fundamentalmente en que
éstas, cuando son suscitadas en el espacio público de las modernas sociedades democráticas liberales, sólo contribuyen a entorpecer
la convivencia e incluso a arruinarla. En polémica con los comunitaristas, que aún creen indispensable alguna justificación
filosófica última de las formas de vida, Rorty se acoge a una lectura de Rawls en la cual se resalta la dimensión histórica
de su propuesta a expensas de los elementos kantianos –a su juicio inadecuadamente acentuados en las primeras interpretaciones
de Teoría de la justicia-, una lectura que los propios textos rawlsianos posteriores de los años ochenta vendrían
a confirmar. Tales textos sugieren, según Rorty, que la conexión de Rawls con la filosofía clásica anterior no se halla en
Kant, como habitualmente se ha pensado, sino en autores como Hegel y Dewey: “Rawls constituye una reacción contra la
idea kantiana de una ‘moralidad’ dotada de esencia ahistórica, el mismo tipo de reacción que se dio en Hegel y
Dewey” [7]. No obstante, la filiación a Hegel y Dewey, filósofos mucho más cercanos que Kant a los planteamientos comunitaristas,
no conduce a Rawls a los brazos de éstos, pues no se trata de una concesión a sus críticas (al menos, aparentemente), sino,
más bien, del “intento de imaginar un terreno intermedio entre el relativismo y una ‘teoría del sujeto moral’”
[8], un tipo de compromiso que aquéllos parecen incapaces de subscribir. Según Rorty, es precisamente la localización de este
terreno intermedio, que Rawls denomina característicamente ‘punto de Arquímedes’, lo que distinguiría a éste de
los comunitaristas como Alasdair McIntyre y de los kantianos al estilo de Ronald Dworkin: consistiría, en definitiva, en la
especificación de los rasgos de una forma social históricamente desarrollada y existente de la que se defiende el predominio
en ella de “hábitos sociales sedimentados que dejan amplio margen para la elección de opciones posteriores” [9].
La consolidación histórica de la comunidad liberal, que Rawls vendría a constatar more philosophico, y la certeza
implícita por parte de Rorty de que no existe una forma mejor en la actualidad de organizar la convivencia entre los individuos,
es lo que le lleva a aseverar que “es erróneo hablar de una ‘preferencia’ por la democracia liberal”
[10]. Como contraposición, Rorty hace comparecer en este punto a los locos, es decir, a los enemigos de la sociedad liberal,
a los que, como Nietzsche o san Ignacio de Loyola, se empecinan en escoger en plena libertad según sus preferencias qué plan
de vida desean llevar a cabo –aunque éste tope con los planes de vida del prójimo-, para rechazarlos sin contemplaciones:
“No es que sean [Nietzsche y san Ignacio] locos por haber comprendido mal la naturaleza ahistórica del ser humano. Lo
son porque los límites de la salud mental son fijados por aquello que nosotros podemos tomar en serio. Y esto, a su vez, es
determinado por nuestra educación y por nuestra situación histórica” [11].
Qué
duda cabe que no deja de resultar un tanto insólita esta dureza expresiva en un filósofo generalmente tan elegante en su estilo
y tan preocupado por recalcar el carácter contingente del lenguaje, del yo y de la misma comunidad liberal. Una vez desplazada
toda pretensión de una fundamentación transcendental universal, sólo la educación y la historia particulares pueden arrogarse
de forma inevitablemente etnocéntrica el derecho de delimitar lo aceptable de lo inaceptable. De hecho, ni siquiera resulta
preciso discutir los argumentos que plantean los opositores instalados en un ámbito refractario a los valores liberales sino
que, por el contrario, hay que proponerse pasar de largo ante aquéllos con la consciencia de que viven en un desafortunado
y estéril anacronismo. “El compromiso y la tolerancia deben excluir la voluntad de operar en el marco de cualquier vocabulario
que nuestro interlocutor desee utilizar, el tomar en serio cualquier tema que presente a discusión. Adoptar esta posición
equivale a desechar la idea de que es apropiado un único vocabulario moral y un único conjunto de creencias morales para toda
comunidad y lugar, y admitir que los acontecimientos históricos pueden llevarnos a desechar simplemente las cuestiones y el
vocabulario en que éstas se plantean” [12]. Ahora bien, más allá de la afirmación general de que el proceso histórico
genera la mudanza constante en todas las cosas humanas, no se acaba de ver por medio de qué criterio puede Rorty señalar en
cada caso que una cuestión está legítimamente desechada de la conversación actual y, por ende, de la historia. Podríamos probablemente
coincidir en que discutir acerca del sexo de los ángeles es una cuestión no excesivamente sugestiva en las circunstancias
actuales, pero imagino que no lo haríamos ante la propuesta de una recuperación de los valores del socialismo dentro de la
vida pública. Si el criterio para aportar un tema de conversación es ‘lo que nos sirve de guía de acción’ o, sencillamente,
‘lo que nos sirve para prolongar la conversación’, entonces no vemos qué puede impedir que las ideas más peregrinas
entren en escena unidas a intereses que se oponen precisamente al civilizado toma y daca liberal para justificar el curso
ulterior de las acciones. Por ejemplo, una larga serie de ideólogos neoconservadores y de funcionarios del departamento de
Estado de los Estados Unidos creen hoy que la afirmación “Irán es en la actualidad un promotor del terrorismo islámico”
les ofrece una excelente excusa para seguir conversando acerca de los peligros ocultos en las sociedades no liberales y pertinazmente
reacias a converger hacia el modelo que expresa su propio país, así como una guía para una acción que, sin que sea necesario
forzar mucho la imaginación en las circunstancias presentes, podemos considerar que no estará centrada en los esfuerzos diplomáticos.
Por
consiguiente, la apelación a nuestra educación y a nuestra historia no puede servir como un buen refugio contra todas las
posibles discrepancias internas a la comunidad liberal ni, sobre todo, contra las que se revelan desde el exterior de la misma.
En este caso, la asunción de la contingencia de los valores que emanan de una comunidad liberal, como por ejemplo el valor
de la autorrealización, parece entrañar una identificación tan potente con los mismos que elimina la capacidad de autocrítica,
ya que Rorty parece estar suponiendo que no podríamos preferir en ningún caso actual otros valores alternativos. Precisamente
en este sentido debe entenderse su idea de que es equivocado hablar de una ‘preferencia’ en relación con la democracia
liberal; ésta, sencillamente, es algo que no podemos no elegir. En coherencia con ello, efectivamente, el consenso alcanzado
en la comunidad liberal se erige en un tribunal más o menos informal que establece los criterios de seriedad y frivolidad
y, en este sentido, determina cuáles son los temas de conversación admisibles y de los que vale la pena tratar en cada caso.
Ciertamente, Rorty tiende a disociar su postura de cualquier imagen de tribunales, ya que identifica este tipo de símbolos
con la forma que la racionalidad asumió en la Ilustración y, especialmente, en la filosofía de Kant. Pero podría aducirse
que, en la medida que se arroga el derecho de juzgar quiénes son locos y quiénes no, no está desprendido por completo de ese
residuo ilustrado. Por otra parte, la prueba de que no está totalmente libre de esta simbología la tenemos en el hecho de
que el consenso de la comunidad liberal, aunque consciente de su naturaleza contingente, histórica y culturalmente determinada,
nunca se toma a sí mismo frívolamente. En este sentido, no deja de ser algo paradójico que, a la hora de concluir su artículo,
Rorty adopte un tono inopinadamente solemne: “Aunque no sobreviviera nada de la época de las revoluciones democráticas,
acaso nuestros descendientes recuerden, al menos, que las instituciones sociales pueden ser consideradas experimentos de cooperación
en vez de intentos de encarnar un orden universal y ahistórico. Resulta difícil creer que éste sea un recuerdo que no vale
la pena conservar” [13]. Aquí, por lo visto, se ha acabado la frivolidad, pues sobre tal recuerdo, implícitamente, se
viene a sugerir, primero, que resistirá bastante bien el paso del tiempo, a diferencia de la metafísica escolástica, por ejemplo,
y, segundo, que no sería adecuado ridiculizarlo o desplegar un comentario frívolo acerca de él. Rorty, pues, da más de una
muestra de no ser del todo coherente, ya que se arroga el derecho de recomendar la frivolidad en ciertos casos mientras que,
en otros, se cuida especialmente de adoptar un estilo lo suficientemente grave como para disiparla. Pero, por otra parte,
lo que nos parece crucial es el hecho de que devalúa el criterio historicista en función de un interés por defender a la democracia
liberal a pesar de todas las precauciones que se toma por no defenderla expresamente. Exactamente igual que sucede con los
tribunales ordinarios, en los cuales el hecho de que alguien cometa desacato implica normalmente su expulsión de los mismos,
un desacato reflexivo, por así decirlo, está por completo descartado porque implicaría que el tribunal no se toma en serio
a sí mismo y, por tanto, que es inoperante como tal tribunal. El planteamiento de Rorty, que apuesta en alguna ocasión por
el fomento de la frivolidad acerca de las cuestiones filosóficas más solemnes [14], actitud de cuya pertinencia no dudamos
en general, no es radicalmente reflexivo: los valores de la comunidad liberal no parece que puedan ser susceptibles de crítica
en las circunstancias presentes sino es por medio de una reformulación persuasiva de los mismos que sirva para enclavarlos
aún más profundamente en la cultura liberal. Operar en dirección contraria sería, en admirable coincidencia con el conocido
dicterio del marxismo-leninismo, ir contra la historia. Por esta razón, Rorty no ve ninguna dificultad en el hecho de que
la comunidad liberal atribuya cordura o locura a los sujetos o discursos que considera respectivamente manejables e inmanejables.
Puede objetarse, sin embargo, que estas atribuciones de cordura o locura son en realidad los resultados finales de estrategias
para manejar la pluralidad en el seno de la comunidad liberal: los cuerdos serían simplemente aquellos que, a pesar de exhibir
diferencias importantes entre sí, admiten básicamente el conjunto de los valores liberales; los locos serían los que no pueden
ser absorbidos o seducidos por los mismos.
Una
vez llegados a este punto, y a partir de esta observación crítica de la postura de Rorty, podemos ver que éste espera obtener
de la historia un aval para la forma presente de la democracia liberal entendiendo que, si bien no es posible pensar que ésta
sea una forma válida para todo tiempo y lugar, con todo su memoria habrá de ser mantenida con gratitud o, al menos, sin irreverencias.
Como se ha señalado en un equilibrado repaso a su obra, desde la perspectiva de la admisión del pluralismo, la postura se
reduciría a que “si bien Rorty no pretende mostrar su planteamiento como el único posible, tampoco se limita a presentarlo
como una alternativa más” [15]. No obstante, creemos que, en la propuesta de Rorty, no se logra asumir completamente
el carácter transformador del proceso histórico. La historia no conserva para el presente nada que la gente que vive en el
presente no quiera conservar. Pero eso significa que no es la historia, sino la voluntad de una cierta interpretación histórica,
la que está prevaleciendo en su caso. La frontera entre una interpretación histórica ajustada y una interpretación histórica
sesgada se difumina entonces. Esto nos conduce, en definitiva, a que todo pueda ser un asunto privado, es decir, reducido
a la elaboración de un conjunto de respuestas que bien puede clarificar la autoimagen renovada de la tradición liberal para
facilitar nuestra adhesión, pero que no admite una exterioridad capaz de ponerla en tela de juicio. La psicología científica
explica que en todas las formas de delirio interpretativo o locura razonadora “el enfermo elabora claves que explican
determinadas situaciones y elabora redes cuya lógica sólo él conoce” [16]. Creemos que la ausencia en Rorty de un compromiso
mucho más laxo con los valores de la democracia liberal, el cual podría asumirse desde la propia filosofía de la contingencia,
puesto que ni la educación ni la historia nos obligan a abrazarlos incondicionalmente, descubre en su argumentación un componente
de esta clase de lógica puramente idiosincrásica e intransferible. Creemos, además, que la ausencia de este compromiso más
laxo es lo que justifica que Rorty esté más vinculado que separado de la tradición liberal porque, aunque sostiene la prioridad
de la democracia sobre la filosofía, aún aspira a hacer del liberalismo una filosofía pública o, como mínimo, a hacer del
liberalismo la filosofía más adecuada al orden político democrático. En sentido estricto, la tesis de la prioridad de la democracia
sobre la filosofía podría implicar en ciertos casos que las decisiones adoptadas de manera irreprochablemente democrática
arruinasen valores liberales o los desterrasen de la vida pública. Nos parece que éste es un riesgo que Rorty no desea correr.
Al fin y al cabo, en su idea de un orden social postliberal y democrático no caben ciertos tipos de individuo ni tampoco determinadas
prácticas. Pero la indicación de la clase de cosas que no deben darse en un orden político democrático equivale a una forma
indirecta de sugerir el tipo de orden político democrático al que se aspira. Es cierto que ello no constituye una justificación
filosófica al uso de la democracia. Rorty, de hecho, sostiene que la democracia liberal no necesita una justificación de esta
índole. Lo que debemos preguntarnos ahora es por qué no la necesita. Nuestro argumento consiste en afirmar que la democracia
liberal no precisa de una justificación filosófica porque, para Rorty, se identifica directamente con el liberalismo en tanto
que filosofía pública. Ello es, justamente, lo que la historia viene a avalar. Y la tarea de la ética postliberal, que Rorty
asume personalmente, consiste en describir el proceso sociohistórico cuya ocurrencia justificaría ese aval [17]. Sin embargo,
ahora puede comprobarse por qué cree éste que las cuestiones filosóficas no deben ser suscitadas en el espacio público: no
porque entorpezcan el desarrollo de la convivencia o lo arruinen, como asegura siguiendo la línea marcada por Jefferson, sino
porque el espacio público ya está ocupado por una manifestación tangible del liberalismo en tanto que filosofía pública.
Tanto en “Liberalismo burgués posmoderno”
como en la respuesta que ofrece al artículo de Clifford Geertz, “Los usos de la diversidad”, la tarea de Rorty
se centra en la defensa del etnocentrismo presuntamente característico de la tradición liberal, uno que considera valioso
moralmente porque “se funda en su tolerancia de la diversidad” [18]. Tomando el testigo de Hegel frente a Kant,
Rorty subscribe la idea de que es deseable o legítimo abrazar los valores, las prácticas y las instituciones de las comunidades
democrático-liberales del Atlántico Norte sin recabar el apoyo de unos principios abstractos arraigados en el léxico del racionalismo
ilustrado [19]. Naturalmente, esta postura le conduce a un etnocentrismo que él asume como inevitable, pero que es claramente
distinguible de la actitud de los “etnocéntricos viciosos”, cuyo único objetivo sería reducir la capacidad de
tolerancia hacia la diversidad dentro de las propias democracias liberales. En todo caso, el elemento clave para operar esta
reformulación de la ética liberal clásica de Kant o Mill dentro del molde de Hegel y Dewey consiste en suponer un sujeto descentrado,
“una red de creencias, deseos y emociones sin trasunto alguno –sin un substrato subyacente a los atributos”
[20]. Puesto que la lección última de la historiografía parece subrayar la imposibilidad de argumentar a favor de un sujeto
ahistórico, de una consciencia capaz de situarse más allá de la socialización y la época, cabe admitir por fin que el sujeto
no es nada estable sino una mera contingencia. En este sentido, el lenguaje y el orden político liberal, entendidos como creaciones
colectivas de individuos contingentes, son asimismo constructos contingentes [21]. Rorty observa en este punto que su posición
–el antiantietnocentrismo, que es como la denomina- desea presentarse como una reacción terapéutica frente a los persistentes
cantos de sirena que, a su juicio, el pensamiento ilustrado continúa emitiendo machaconamente. Ahora bien, dicho esto, no
toma como algo improbable que tal posición no pueda devenir, a pesar de ser tan contextual e histórica como por ejemplo la
actitudes de justificación del feudalismo o del tribunal del Santo Oficio, en lo mejor a lo que pueden aspirar todas las culturas
en el presente: “Esta terapia [esto es, el antiantietnocentrismo] insta al liberal a tomarse muy en serio el hecho de
que los ideales de la justicia procedimental y de la igualdad humana son realizaciones culturales de carácter grupal, reciente
y excéntrico, y a reconocer que esto no significa que tenga menos valor combatir por ellos. Insta a que los ideales puedan
ser locales y ligados a la cultura y sin embargo ser la mejor esperanza de la especie” [22]. Pero, además, por si fuera
poco, proponiendo tales ideales de la justicia procedimental y de la igualdad humana como aquellos que mejor encarnan las
esperanzas políticas de Occidente en contraste con lo que puedan ofrecer otras civilizaciones, Rorty insiste en que no brinda
en absoluto una concepción filosófica acerca de la naturaleza humana ni de su significado; de hecho, está convencido de que
la ventaja de asumir el liberalismo burgués posmoderno justamente radica en no tener que admitir, como fundamento de éste,
una teorización metafísica. Se trata únicamente de una sugerencia, de una recomendación liberal que, si tiene visos de una
probable –nunca segura- aplicabilidad universal, es debido solamente a que reposa sobre la tolerancia hacia la diversidad,
hacia las diversas concepciones del bien que sostienen los individuos o grupos. De ahí que Rorty escriba: “Todo lo que
deberíamos hacer es señalar la ventaja práctica de las instituciones liberales para permitir la convivencia de individuos
y culturas sin entrometerse en su respectiva privacidad, sin entrometerse en las concepciones del bien de los demás”
[23]. Rorty, si bien no oculta sus preferencias, no puede decir hacia dónde apuntan realmente las transformaciones del orden
sociopolítico; por ello, en la parte final de su réplica a Geertz, en coherencia con su admisión de una actitud peculiar del
Romanticismo [24], deja volar su imaginación. El caso es que el vuelo de su imaginación le conduce de forma algo sorprendente
al mercado. Rorty sueña con una sociedad liberal que se parece a un bazar kuwaití y en la cual los individuos son “personas
que prefieren morir antes de compartir las creencias de muchos de aquellos con los que regatean”, pero que, no obstante,
siguen, “regateando provechosamente” y que, una vez concluido el juego comercial, regresan a su club privado para
permanecer en estrecho contacto con sus “partenaires morales” [25].
La lectura de Rawls que lleva a cabo Rorty tiene
presente que su idea de justicia procedimental se constituye como una forma de equilibrio contextual e históricamente determinada
entre diversas concepciones del bien, como un dique efectivo frente a la irrupción del pluralismo, en suma, como un procedimiento
capaz de acoger un pluralismo razonable en las circunstancias presentes. No parece desacertado suponer que la idea de un etnocentrismo
razonable en oposición a un etnocentrismo vicioso responde a esta misma exigencia de control del pluralismo. Rorty necesita
este blindaje para poder defender que los valores, instituciones y prácticas de las democracias liberales del Atlántico Norte,
tan locales e históricamente determinadas como otras formas sociopolíticas cualesquiera, puedan aspirar a ser las más atractivas
como modelos de vida colectiva mientras que, simultáneamente, marginan a los absolutamente indómitos. Pero es evidente que
los ideales de justicia procedimental, igualdad humana y privacidad no tienen por qué resultar atractivos y compartidos universalmente
porque, en primer lugar, acarrean, a pesar de que Rorty lo niegue, una concepción acerca de la naturaleza humana, y, en segundo
lugar, a consecuencia de lo anterior, porque esta concepción se opone a los valores, prácticas e instituciones de otras culturas,
como ya le sucedió al liberalismo clásico en su desarrollo histórico, e incluso, se opone a los modelos éticos e institucionales
que dentro de la propia cultura liberal alienta el neoconservadurismo actual. Hoy somos seguramente más conscientes que nunca
de que existen órdenes sociales que consideran la vida comunitaria como un valor superior a la privada y que, por tanto, hacen
del abrazo incondicional de los valores de la comunidad el eje de una vida plena. Sólo sobre la base de un prejuicio podemos
suponer que la autorrealización liberal, de carácter individualista y privado, es una forma más atractiva o mejor de vida
buena que la que estas comunidades practican. Además, no es una verdad universal, aunque a Rorty pueda escapársele el presentarla
de este modo, que todos aquellos que hayan conocido la doble experiencia de vivir algún tiempo en comunidades liberales y
en comunidades no liberales siempre deban preferir indiscutiblemente las primeras. Por estas razones, es probable que la charla
acerca de la justicia procedimental, el equilibrio reflexivo y el respeto por el sacrosanto plan de vida privado de cada una
de las personas sea considerado ininteligible (hoy añadiríamos, además, rechazado) por parte de la mayoría de la población
en Kabul, Bagdad o Islamabad. Por otra parte, tampoco sería muy sorprendente que en estos escenarios donde el sentido de la
vida se adquiere generalmente a través de factores sociales y educacionales que suponen la fuerte adhesión a convicciones
consideradas tradicionalmente como sólidas, la idea rortyana de un yo descentrado, del yo entendido como una mera red de creencias,
deseos y emociones, dentro de la cual ninguno de estos elementos ejerce una preeminencia sobre los demás, haya de parecer
francamente extravagante. No obstante, más allá de estos desajustes, el nexo de Rorty con la tradición liberal se revela de
forma totalmente inequívoca en su microutopía del bazar kuwaití. Aquí parece que nos topamos con lo que verdaderamente parece
importar: el regatear con provecho, es decir, el comercio sin trabas en el espacio público y, en todo caso, el pensar libre
en el privado. El ‘liberalismo burgués posmoderno’, pese a su denominación, asume uno de los postulados básicos
del liberalismo clásico del moderno Adam Smith: la sociedad civil es concebida como un mercado. La prosperidad de las democracias
occidentales podrá ser tan contingente en términos absolutos como el léxico de la Ilustración, la Declaración de los derechos
humanos o los propios libros de Richard Rorty, pero ello no obsta para que se sueñe con su pervivencia incluso en el seno
de una comunidad multicultural donde las relaciones interpersonales en el espacio público se reducirán al mero intercambio
mientras que en el ámbito privado habrán de circunscribirse al reconocimiento de uno mismo en sus iguales morales; en consecuencia,
en el espacio público, tendremos mero intercambio material de equivalentes y, en el privado, mero intercambio moral de equivalentes.
No parece haber ninguna duda de que ésta sea una utopía adecuada al liberalismo burgués, lo que no se acaba de ver es qué
añade en la práctica considerarla también posmoderna.
4. Las críticas de Parekh
Nuestro
propósito sería mostrar ahora que en la medida que la ética postliberal de Rorty continúa siendo liberal en la práctica comparte
forzosamente con el liberalismo buena parte de su monismo moral. Bikhu Parekh ha sido uno de los autores que, desde una perspectiva
histórica e intercultural, ha desmontado recientemente buena parte de las confiadas pretensiones del liberalismo en torno
a un tratamiento efectivo del pluralismo. El propósito general de Parekh en su
artículo “Moral Philosophy and its Anti-pluralist Bias” [26] es mostrar que la obediencia generalizada de los
pensadores más eminentes al monismo moral ha tenido como consecuencia un profundo sesgo antipluralista en la filosofía occidental.
De tal atribución no se libran, a su juicio, ni los autores clásicos ni los contemporáneos. Según Parekh, la doctrina liberal
en particular fue “en muchos aspectos estructurada por el cristianismo siendo a menudo su versión secularizada”
[27]. Y de la misma manera que el cristianismo defendía una visión única de la vida buena, los autores liberales “estaban
convencidos de que era posible alcanzar principios morales sustantivos demostrables racionalmente o, al menos, defendibles
racionalmente, que pudieran exigirse legítimamente que cumplieran todas las visiones
del bien” [28]. En este sentido, incluso la propuesta contemporánea de Rawls se inserta, a pesar de su declarada voluntad
de neutralidad, en esta tradición monista porque su propuesta de pluralismo razonable se ciñe a un pluralismo dentro de los
límites del liberalismo al tiempo que “excluye una amplia variedad de formas de vida mientras afirma permanecer neutral”
[29]. Teniendo en cuenta que la base sobre la que descansa la propuesta de una vida buena tanto en el caso de los liberales
como en el de los marxistas, los románticos y los conservadores es una idea única del bien moral, Parekh ofrece cuatro críticas
a la concepción del monismo moral. La primera es que tal concepción contiene implícitamente la tesis de haber descubierto
“la verdad última acerca de cómo deben vivir los seres humanos” [30], lo cual constituye una aseveración inherentemente
implausible e inaceptablemente arrogante. La segunda crítica sostiene simplemente que “la concepción de que una forma
de vida es la mejor y representa el bien supremo es lógicamente insostenible” [31]. En tercer lugar, Parekh constata
que históricamente “el monismo moral contempla las diferencias como desviaciones, como expresión de una patología moral”
[32], lo cual le hace alimentar continuamente un espíritu de intolerancia. Y, por último, la cuarta crítica viene a sostener
que el monismo moral “corre el riesgo de tergiversar toscamente otras formas de vida” [33]. Para Parekh, que la
mayor parte de los partidarios de la doctrina liberal puedan acarrear con todas estas críticas se justificaría porque su visión
del mundo era y es contraria a la sustentada por aquellos “estilos de vida [...] tradicionales, comunales, profundamente
religiosos, jerárquicos, no dados al autoconocimiento, opuestos a la constante autocrítica, o desdeñosos de los intereses
y logros mundanos” [34]. Es verosímil que Rorty no admitiría que una sociedad con tales rasgos haya de constituir en
el presente una alternativa factible a su sociedad liberal, la cual, en cambio, describe como “una sociedad cuyos ideales
se pueden alcanzar por medio de la persuasión antes que por medio de la fuerza, por la reforma antes que por la revolución,
mediante el enfrentamiento libre y abierto de las actuales prácticas lingüísticas o de otra naturaleza con las sugerencias
de nuevas prácticas” [35], pero esto significa en definitiva dejar al margen de la comunidad liberal a un enorme número
de individuos que consienten en la bondad de aquellos rasgos y, además, verse en la tesitura de tener que adscribirles la
misma etiqueta que ya atribuyera a Nietzsche y a san Ignacio. Si tenemos en cuenta lo que señalábamos al principio acerca
de la localización de la barbarie en los que miran y no en los mirados, y si además reconocemos que ni siquiera la última
forma de salvaguardia del postliberalismo, la ética rortyana, abandona su esperanza de estar representando a la mejor organización
posible de la convivencia en el presente, entonces no está efectivamente fuera de lugar afirmar que puede haber una equivalencia
entre ética postliberal y barbarie. Para decirlo brevemente: constituye un signo de barbarie sugerir que, porque un grupo
no usa un determinado léxico, no desarrolla unas determinadas instituciones y no presupone un determinado sujeto, vive necesariamente
en ella. Tal expresión de barbarie, con todo, no deja de ser, por cierto, de carácter menor: constituye, por así decirlo,
la tacha de orgullo del ilustrado aquejado de un etnocentrismo escasamente autocrítico. Se convierte en algo grave y potencialmente
violento, en cambio, cuando puede servir de alimento ideológico a las directrices de las políticas de las democracias liberales
en su búsqueda por satisfacer sus prioritarios intereses económicos o geopolíticos.
Vamos a argumentar a continuación que el liberalismo
burgués posmoderno puede ser criticado casi por las mismas razones por las que Parekh cuestiona el monismo moral del liberalismo,
lo cual, como ya sugerimos antes, desvela una estrecha vinculación entre ambos y no una supuesta trascendencia del primero
respecto del segundo. Ya hemos dejado dicho que Rorty no deja nunca de sugerir que las formas actuales de democracia liberal
representan la mejor esperanza de la especie. Según Rorty, de esta sugerencia se sigue que se ha alcanzado, tal vez no la
verdad ahistórica acerca de cómo deben vivir todos los seres humanos, pero sí la forma más ventajosa de hacerlo en el presente.
Ahora bien, esto significaría, utilizando la primer crítica de Parekh, que al menos se ha logrado alcanzar la verdad acerca
de cómo debería vivir la especie en y para las circunstancias presentes. Dado que Rorty considera que una configuración sociopolítica
de este orden es aquello en que nos resulta bueno creer, y puesto que para el pragmatismo de William James, que él asume,
la verdad puede entenderse como algo en que nos es bueno creer [36], entonces podría decirse que Rorty estaría aceptando que
la democracia liberal alberga alguna clase de relación con la verdad. Dejando a un lado que el término es un concepto central
de la tradición metafísica clásica que Rorty pretende rebasar explícitamente, la objeción inmediata que se puede plantear
aquí es que si el término ‘verdad’ ha de significar lo mismo que ‘conveniente para nosotros’ o ‘aquello
en que nos es bueno creer’, entonces lo mejor que puede hacerse es desprenderse de una vez por todas del término y servirse
sólo de estas expresiones que James y Rorty creen sus equivalentes, puesto que sería confundente no hacerlo, ya que, en múltiples
ocasiones, lo oculto bajo el término ‘verdad’ es algo no conveniente para nosotros. Por ejemplo, puede ser conveniente
para nosotros, los socialdemócratas occidentales, creer que el colonialismo que practicaron nuestras naciones fue un modo
traumático, pero útil y a la postre eficaz, de hacer avanzar a los países del Tercer Mundo hacia la modernidad y los valores
de la Ilustración; pero esto, que, probablemente, tranquiliza nuestras conciencias socialdemócratas (y, por lo tanto, nos
resulta conveniente o bueno creer, según el criterio de James), no significa en modo alguno toda la verdad sobre este asunto
y, a pesar de que esto no nos sea conveniente, parece que somos capaces de asumirlo. No creemos que Rorty esté legitimado
en este caso para replicar que, si éste es el caso, entonces es porque ahora nos resulta bueno creer en ello, ya que no se
puede considerar como ‘conveniente’ o ‘útil’ para nadie que no sea un cínico asumir un atropello tan
colosal de los valores que supuestamente nos esforzamos en defender. En general, parece que sabemos mucho más y mejor acerca
de cualquier asunto o, en todo caso, no vivimos tan engañados cuando somos capaces de abandonar aquellas creencias que nos
complacen porque satisfacen nuestra conveniencia bajo la forma de una específica visión moral del mundo. Ahora bien, la verdad,
entonces, parece ser algo más poliédrico de lo que la estipulación pragmatista sugiere, la cual, además, no se muestra muy
capaz de establecer una separación entre contenidos mentales en los que nos es bueno creer justificadamente y autoengaños
manifiestos.
Por
otra parte, el valor central de la tolerancia y la actitud de apertura hacia las otras formas de vida que, según Rorty, distinguen
a las sociedades liberales, son los aspectos que insinuarían la validez de éstas como aspiraciones ventajosas para el resto.
Esta tesis, sin embargo, está abierta a la segunda crítica de Parekh porque presupone que una sociedad en la que la tolerancia
no es el valor central y donde no existe una curiosidad especial entre sus gentes por conocer cómo viven los pueblos ajenos
y qué prácticas de éstos pueden entretejerse con las de aquélla no puede ser buena en el sentido de que no se puede recomendar
vivir en ella. En este sentido, nos parece que Rorty podría tener algún problema a la hora de calibrar si el aislacionismo,
que en más de una ocasión a lo largo de su historia han practicado los Estados Unidos, o el ejercicio del unilateralismo hegemónico
en política exterior que cultivan actualmente, así como el hecho de que en este país todavía hoy el ateísmo siga siendo sinónimo
de antipatriotismo o el de que en algunos de sus estados se siga manteniendo vigente la pena de muerte, responden o no a su
idea de una sociedad de la que se puede recomendar que uno viva en ella su vida.
Por
lo demás, y a consecuencia de lo que hemos venido argumentando, la postura de Rorty también queda expuesta a la tercera de
las críticas de Parekh o, al menos, a una versión de la misma. Cuando Rorty decreta la expulsión de los locos de la comunidad
liberal por razones inevitablemente etnocéntricas de orden histórico y contextual, el simple hecho de que utilice esta terminología
ya le hace susceptible del reproche de Parekh según el cual el monismo moral del liberalismo concibe las diferencias como
desviaciones o casos de patología moral. Bajo estas caracterizaciones caerían no sólo configuraciones sociohistóricas del
pasado como el feudalismo, el absolutismo o el nazismo, por supuesto, sino que deberían hacerlo también múltiples formas contemporáneas,
como las prácticas que han inspirado los decretos de la constitución iraní, el sistema de castas hindú, el wahhabismo profesado
en Arabia Saudí o los diversos tribalismos africanos. Es difícil sustraerse a la impresión de que, en términos generales,
parecen ser multitud los individuos que en ningún caso se muestran especialmente sensibles a los reclamos de una ética postliberal
o, en todo caso, a la microutopía del bazar kuwaití, y ello es sorprendente si la cultura liberal burguesa ha de ser tan inclusiva
como Rorty pretende que lo sea, esto es, un nosotros –nosotros los socialdemócratas liberales actuales- histórica y
culturalmente determinado pero a su vez progresivamente más amplio. El caso es que el ideal de un nosotros progresivamente
inclusivo, autocrítico, abierto generosamente a las diferencias e indagador incansable de las mismas puede que no sea nada
más que un ideal etnocéntrico sin la capacidad adicional de convertirse además –aunque esto nos duela- en la mejor esperanza
de la especie humana. Por otra parte, el etnocentrismo razonable o no vicioso de Rorty es una apoyatura perfecta para que
deduzcamos, al contrario de lo que desea, que el tipo de individuo en el que piensa no está tan descentrado y desarbolado
como para renunciar a los valores liberales o postliberales, puesto que se identifica con una imagen liberal del científico
ideal, es decir, alguien que recurre a la persuasión antes que a la fuerza, que respeta las opiniones de los colegas (no así
las de los que nos son considerados de tal modo) y que experimenta una curiosidad arrolladora por conocer nuevos objetos y
nuevas estrategias de indagación [37]. La propuesta de un individuo opuesto al ensimismamiento, al tradicionalismo y a las
convicciones transcendentes no deja de ser un esbozo de un intento filosófico por definir al hombre verdadero en la medida
en que éste sería aquél en que nos resulta bueno creer, pero, desde una perspectiva intercultural, no puede defenderse como
un mero producto del sentido común accesible acríticamente a todo el mundo. Ahora bien, si Rorty se empeñase en conservar
tal esperanza contra viento y marea, tal vez podría acabar coincidiendo a su pesar con la perplejidad estólida que, en cierta
ocasión, un año después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, expresó ante la prensa George W. Bush, cuando señaló:
“¿Cómo reacciono al ver que algunos países islámicos odian a muerte a Estados Unidos? Les voy a decir cómo reacciono:
me quedo perplejo. No puedo creerlo porque conozco nuestras virtudes” [38].
5. Democracias liberales no inclusivas
La
postura ineludiblemente etnocéntrica de la que la ética postliberal se enorgullece puede ser a la postre tan viciosa como
la que manifiesta Bush cuando se refugia incrédulo en las viejas aspiraciones que se alimentan en el seno de las prósperas
democracias liberales occidentales omitiendo que éstas, históricamente, no siempre se han distinguido por promoverlas, ni
por promoverlas equitativamente, en el contexto internacional. La intervención de Occidente en escenarios no occidentales
según el modelo de la defensa de intereses económicos o geopolíticos propios, lejos de servir para la extensión de los valores
por los que podemos sentirnos justificadamente satisfechos, representa a menudo en la práctica una clara devaluación de los
mismos. El caso de la relación entre las democracias occidentales con el Islam desde el siglo XIX hasta el presente es particularmente
ilustrativo en este sentido: la injerencia de aquéllas ha sido constante, y, con más frecuencia de la deseada, no ha consistido,
precisamente, en el aliento de las formas básicas del Estado de derecho, el pluripartidismo y el respeto hacia las minorías.
Por esta razón, sólo como olvido interesado o ignorancia culpable cabe entender que, a la hora de enfrentarse con la crispación
que domina estas relaciones en la actualidad, apenas se mencione que en todos los fracasos de los intentos de modernización
política del mundo islámico hayan intervenido activamente algunas democracias liberales occidentales las cuales, paradójicamente,
continúan haciendo bandera de la pretensión inclusiva de sus propios valores. Los ejemplos documentados son numerosos, prescindiendo
incluso de la traumática experiencia colonial, y abrazan un trayecto histórico en el que nuestras democracias frustran sistemáticamente
el acceso de muchos regímenes de la órbita islámica a una modernización que incluye nuevas formas de organización política
que, si bien se inspiran en las occidentales, no desean renunciar a componentes idiosincrásicos: desde la responsabilidad
de Francia e Inglaterra en el sabotaje de algunas primeras experiencias de este tipo en Túnez, Egipto y Turquía, ya en el
siglo XIX, hasta el mantenimiento de sanciones económicas hacia Irán (hoy, según la mayoría de expertos, el régimen más modernizado
de Oriente Medio) así como su inclusión en el denominado “eje del Mal” por parte de los Estados Unidos en la actualidad.
Según la socióloga Gema Martín, en esta injerencia constante cabe encontrar la causa de buena parte de la crisis internacional
contemporánea, que se ha reavivado de forma especialmente virulenta desde la tercera guerra del petróleo o primera guerra
del Golfo, en 1990, y de la consecuente descomposición de las relaciones entre el Islam y Occidente: “Lo que nos separa
actualmente del mundo musulmán es que no compartimos la misma memoria histórica porque hemos vivido dos experiencias políticas
muy diferentes pero trágicamente interconectadas” [39]. En este sentido, Martín sugiere que uno de los factores que
más ha contribuido a una comprensión distorsionada del impulso político reformista, protagonizado generalmente por los movimientos
islamistas en la mayoría de los países de Oriente Medio, ha sido la asociación deliberada que sus gobiernos autocráticos han
establecido entre aquéllos y el fenómeno del fundamentalismo islámico con el objeto de eliminar a la oposición política con
el beneplácito de Occidente. A pesar de que este tipo de movimientos fundamentalistas es incompatible con las enseñanzas coránicas
y que, además, cosa que es mucho más relevante, los indicadores sociológicos lo detectan como francamente minoritario en las
poblaciones de los diversos territorios islámicos, su presencia mediática ha sido y es imponente. Para Martín, el fantasma
del fundamentalismo islámico, es decir, la amplificación desmesurada e interesada de un elemento fanático presente en el Islam,
ha sido una pieza útil que el despotismo político islámico ha hecho servir para manipular a Occidente sobre la base de sus
propias certezas culturales [40]. Pero no debería pensarse que esta estrategia nace con motivo de los atentados contra el
World Trade Center y el Pentágono en 2001, sino que, por el contrario, tiene antecedentes precisos en la historia reciente.
Al parecer de Martín, se pueden especificar tres momentos en la construcción imaginativa occidental del ‘fundamentalismo
islámico’ con los rasgos típicos de la intolerancia hacia la modernidad y el pluralismo, el desprecio a los derechos
humanos, el patriarcalismo y la fusión ilegítima de la política y la religión musulmana: el primero de ellos ocurre al socaire
de la revolución encabezada por Jomeini en Irán en 1979, el segundo coincidió con el asesinato de Anuar al-Sadat en Egipto
en 1981 y el tercero se constituye desde la particular lectura del golpe de Estado de Argelia tras la victoria del FIS (Frente
Islámico de Salvación) en las elecciones de 1992. En todos estos casos, los cuadros dirigentes en el poder que vieron en peligro
su situación alentaron frente a Occidente la impresión de una amalgama intolerable entre todas las formas de oposición política
local reformista y los grupos extremistas haciendo derivar el discurso hacia una alternativa falaz: autocracia –como
mal menor- o fundamentalismo [41]. La aceptación acrítica de esta alternativa, unida al mantenimiento de la tutela de los
intereses occidentales en la zona por parte de las viejas élites establecidas en el poder (en algunos casos desde la colonización),
no ha generado una actitud activa en Occidente por desenredar el embrollo [42]. Lo cual sugiere que las democracias liberales
se han reservado para sí el monopolio de disfrute de los valores liberales, sobre la base de una prosperidad galopante, mientras
permiten la barbarie sobre el terreno como coartada para mantenerse indefinidamente en esa situación de privilegio. Ahora
bien, permitir la barbarie o fomentarla son, a su vez, modalidades de la misma. Tal vez esto suceda, entre otras razones,
porque, a pesar de autodenominarse democracias liberales, y, a diferencia de lo que quisiera pensar Rorty, la cultura de éstas
no es tan claramente en la práctica “una forma de vida que constantemente extiende pseudópodos y se adapta a lo que
encuentra” [43], es decir, y reproduciendo nuestra crítica anterior, no es tan claramente inclusiva en la práctica como
a su propia autoimagen le resultaría grato reflejar. La misma Gema Martín, como especialista en el mundo islámico, acaba por
corroborar lacónicamente esta sugerencia cuando dice: “[...] traducir y publicar el pensamiento islamista en Occidente
es algo muy poco frecuente, incluso en medios académicos” [44].
Teniendo
en cuenta esta situación, ¿deberíamos considerar a la hipocresía como un malévolo acompañante forzoso de los valores liberales?
Una de las virtudes más convenientemente exhibidas de la revolución neoconservadora radica en que se esfuerza por evitar la
hipocresía a la hora de hacer extensibles los valores liberales y que, en consecuencia, no regatea medios para su propagación
mundial, aunque ello vaya en contra incluso del derecho internacional. En las prósperas democracias del Atlántico Norte, el
mundo de la vida puede soñar con su autonomía moral, con sus ideales de derechos, igualdad, privacidad y solidaridad, y, además,
con la idea de una aceptación general de los mismos por parte de otras culturas, entre otras razones, tal vez, porque da la
riqueza por descontada. Pero, según los neoconservadores, en la periferia del primer mundo, en el seno de las sociedades tradicionales
orientales, los valores liberales, que no pueden dejar de incluir el despliegue del libre mercado, han de ser impuestos, y,
si es necesario, por la fuerza de las armas. El unilateralismo del que hace gala el actual gobierno estadounidense puede explicarse
en parte por una radicalización del etnocentrismo asociado necesariamente a la doctrina liberal, la cual, al considerar sus
valores como indiscutibles, contempla como un mero contratiempo inoportuno la discusión de los medios para su exigencia global.
Desde el punto de vista de la doctrina de Fukuyama acerca del fin de la historia, es tan evidente que no puede alegarse ningún
argumento en contra de la extensión irrestricta de estos valores que la pregunta acerca de si es posible que a la gente le
ocurra algo mejor que vivir bajo una democracia liberal se vuelve retórica y, por tanto, inútil. Sin embargo, creemos que
la discusión sobre los medios sigue siendo tan oportuna como siempre y que tampoco está de más en ningún caso la discusión
de los fines normativos. Por eso precisamente no es una locura cuestionar la democracia liberal: porque ésta no aparece pura
en parte alguna, porque siempre es una versión inspirada en una lectura de los textos filosóficos y jurídicos, y porque, además,
la propia lectura es una versión de tales textos, no una deducción de los mismos. Si la ética postliberal abandonase su certeza
etnocentrista para admitir una posible interpretación intercultural de los valores liberales o, en la línea de Gray, la idea
de que la cultura liberal burguesa sólo es un modus vivendi entre otros (es decir, para entenderse como una versión
entre otras de las diversas formas de organización colectiva en el presente), entonces creemos que podría abandonar también
la incómoda situación de quedar sólo un paso por detrás del radicalismo etnocentrista neoconservador y de hacerle irremediablemente
el juego desde la izquierda.
6. Conclusiones
Nos
habíamos propuesto principalmente encontrar un sentido según el cual ética postliberal y barbarie se mostrasen como equivalentes.
Hemos visto que la única posibilidad de hallarlo radicaba en un examen crítico del etnocentrismo que esta posición hace suyo
de forma inevitable. Al llevarlo a cabo, el etnocentrismo de Rorty se ha revelado más ligado a la tradición monista moral
del liberalismo clásico de lo que en principio se suponía y, así, quedaba francamente abierto a casi las mismas críticas que
Parekh dirige contra este último. Pero, por otra parte, la intención de este escrito era también desvelar por qué puede tener
sentido cuestionar la democracia liberal, y hemos visto que esto es posible hacerlo por la misma razón por la que hemos criticado
a Rorty, esto es, porque las democracias liberales han dado y pueden continuar dando lugar a prácticas de autodefensa tan
etnocéntricas como lo pueden ser sus nuevas justificaciones teóricas. De todos modos, hay que decir que, incluso llevando
a cabo estas críticas, hemos estado siguiendo en parte las indicaciones del propio Rorty, si bien es cierto que para acabar
apartándonos finalmente de ellas en un punto fundamental.
En
“¿Solidaridad u objetividad?”, Rorty observa que “el pragmatista, dominado por el deseo de solidaridad,
sólo puede ser criticado por tomarse demasiado en serio su propia comunidad. Sólo puede ser criticado de etnocentrismo, no
de relativismo” [45]. Esto es justamente lo que hemos hecho: hemos criticado que la defensa de un etnocentrismo razonable
frente a uno vicioso sólo es una estrategia para la admisión de un pluralismo razonable, argumentando, mediante la imposibilidad
de esta estrategia para tomarse a sí misma frívolamente (ergo, por autoconcebirse demasiado en serio), que puede ser objetada
porque no reconoce que se reduce a ser justamente una manera sofisticada de desechar los aspectos desestabilizadores del pluralismo
al no autocomprenderse sin una razón clara como un mero modus vivendi entre otros. Hasta aquí, pues, hemos seguido
a Rorty para criticarlo en la línea que él sugiere. En cambio, hemos discrepado de sus afirmaciones finales en este mismo
texto cuando, entre otras cosas, dice: “no hay nada malo en la democracia liberal, ni en los filósofos que han intentado
ampliar su alcance. Lo único malo es el intento de concebir sus esfuerzos como fracasos en alcanzar algo que no estaban intentando
alcanzar –una demostración de la superioridad ‘objetiva’ de nuestra forma de vida sobre todas las demás
alternativas” [46]. Hemos visto que el encaje contextual y temporal al que somete Rorty el concepto de democracia liberal
al tiempo que conserva la esperanza liberal de que sea válido no contextualmente no lo libra enteramente de la crítica. En
este caso, si la democracia liberal no ha estado intentando ofrecerse como la mejor alternativa ni siquiera en el presente,
aunque sea de forma no objetiva, sino contextual o históricamente fundamentada, si no hay nada de malo en ella cuando pretende
esto, y, en efecto, parece que no lo hay, entonces la conservación de la esperanza liberal puede resultar tan equivalentemente
inútil como la conservación de la esperanza puesta en un retorno del feudalismo o del socialismo real. Por otro lado, además,
hemos procurado demostrar que la esperanza liberal de un nosotros progresivamente inclusivo ha de palidecer de modo evidente
si se tiene en cuenta que las actuaciones de las prósperas democracias burguesas del Atlántico Norte acarrean una larga historia
de atropellos de los valores liberales, que son precisamente los que afirman defender, en su relación particular con el mundo
islámico. Por último, quisiéramos sugerir que la afirmación de que no hay nada de malo en la democracia liberal, ni en los
filósofos que intentaron ampliar su alcance, presupone en aquélla y en éstos un valor no relativo bajo el disfraz de una validez
relativa, lo cual, en principio, podría legitimar similarmente la afirmación de que, por ejemplo, no hay nada malo en el socialismo
real, ni tampoco en los filósofos y juristas que quisieron defenderlo como sistema de control social. Pero, entonces, no hay
nada de malo en ningún otro sistema sociopolítico alternativo que deseemos presentar, puesto que desde el interior de cada
uno de ellos (que es el punto de vista al parecer inevitable) siempre habrá gente dispuesta a cantar sus excelencias y a omitir
coherentemente sus miserias. En relación con lo que hemos visto, esta nivelación, una vez hemos acabado de torpedear el concepto
ilustrado de progreso, sólo depende de la eficacia de una voluntad interpretativa puesta en juego respecto a la historia.
Creemos que una comparación como ésta puede revelar de forma indirecta que Rorty se aferra al sinsentido de negar que haya
una alternativa en el presente al orden liberal del presente, es decir, a la democracia burguesa liberal, y ello, porque le
otorga implícitamente una superioridad a todo otro modus vivendi alternativo. Puesto que el etnocentrismo inevitable
de su posición ha de determinar su voluntad interpretativa de la historia reciente, el resultado final de este esfuerzo parece
derivar, paradójicamente, hacia la sacralización de la comunidad liberal en tanto mera contingencia histórica.
Notas
14. “El fomento de la frivolidad en relación a los temas filosóficos
tradicionales sirve para lo mismo que serviría el fomento de la frivolidad respecto de los temas teológicos tradicionales.
Al igual que el auge de la macroeconomía de mercado, la alfabetización, la proliferación de géneros artísticos y el irreducible
pluralismo de la cultura contemporánea, también esta frivolidad y superficialidad filosófica contribuye al desencanto del
mundo. Ayuda a hacer a sus habitantes más pragmáticos, más tolerantes, más liberales, más receptivos a las apelaciones de
la razón instrumental.”, Ibídem, pág. 263. Cabría preguntarse si no los hace
también más cínicos.
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